martes, 21 de julio de 2009

Ases del Negocio



Cuento de la colección "Fotografías Mágicas"
de Lucía Kusial Singh




Allá por la primera mitad del siglo XX tiempos en que la comunicación del interior del
país con la capital era únicamente marítima. Habían dos transbordadores, embarcaciones
gemelas, que transportaban a los viajeros oriundos del interior del país y viceversa.
Sus propietarios, el ejército de los Estados Unidos los nombró Presidente Amador y
Presidente Roosevelt. Era una travesía gratuita.
Los interioranos que soñaban con trasladarse a la capital en busca de trabajo debían
abordar el ferry.
Emilio rebuscó de entre el arrumaco de ropa limpia que permanecía junto al catre de guerra
verde olivo, que le había regalado un gringo. Un soldado gringo de esos que iban por los
montes interioranos haciendo caminos pa' el progreso decían. Pero, más bien Emilio
que conocedor de su tierra, se dedicaba a machetear los montes para abrir trochas en donde
los Green-go penetraban para construir sus campamentos. Era testigo de los coqueteos
descarados que las mujeres de su pueblo emprendían hacía esos fulos altotes, embotados
siempre, con ese ropaje verde de soldados en vacaciones. De vacaciones de esas guerras que
se libraban en otros lares.
Encontró Emilio, por allá, rejundía la cruz de palo de cedro amargo que en Semana Santa el
cura español del pueblo, había bendecido en manos de su abuela india. La madre de su madre
se había enamorado de un español, de esos que llegaron para conquistarnos. Ese día de la
partida de Emilio hacia la capital, la abuela india estaba ataviada con un pollerón de colores
tenues, llevaba unos aretes de tomatillo, que con donaire colgaban de sus orejas. Un moño
enrolado de su cabello cholo y brillante se erguía soberano detrás de su cabeza de cabellos
canos. Su cuello de pliegues señoriales era engalanado con un collar de plata del cual pendía
un portarretratos en forma de corazón, que al abrirse dejaba ver en un extremo la foto del
abuelo mozo reflejado en un espejo, que decía la abuela, le había intercambiado un español
conquistador por el oro de su padre.
Emilio tomó la cruz de palo bendita y persignándose con suma reverencia la colocó en la puerta
endeble y desteñida de la choza que lo cobijaba desde siempre.
El cielo estaba encapotado, presagiando tormenta . Las nubes negras cargadas lo vaticinaban.
Se acercaba una de esas ventoleras incontrolables que hacen que los palos bailen y derriben
techos.
Se asió a la cruz por unos minutos, como cuando le pides al altísimo y nada más existe. Agachó
la cabeza, dobló una de sus rodillas en el piso de barro y musitó una oración.
Acomodó la tamuga de ropa viajera en su espalda y emprendió la partida con la fe de que el
vendaval que amenazaba se quedara en los nubarrones que revoloteaban en lo alto, inquietos
y amenazantes.
El resguardo de caraña hedionda, envuelto en tela roja, que su madre había prensado a su camisa
con un alfiler, le daba confianza, como si un destacamento de ángeles estuviera a su disposición.
Iba Emilio por esos caminos chapoteando lodo con los pies vestidos hasta el inicio de las rodillas
con botas de hule oscuras. Calzado usual por esos lares. Necesarios para neutralizar el ataque de
alguna alimaña descontenta por la intromisión en su territorio o alguna serpiente que malhumo-
rada reaccionara ante la irrupción en su dominios.
Se cuidaba de esos colores brillantes y embrujadores que se mezclaban entre los matorrales,
sigilosamente, evadiendo el contoneo traicionero y sagaz de los reptiles venenosos.
Salió temprano, cuando el rocío de madrugada aún se deslizaba por las hojas de los frondosos
árboles. Cuando en la curumbita de los vetustos arbustos los pájaros sacudían sus alas para
emprender la aventura en busca de alimento. Cuando las aves somnolientas aún, despertaban
ofreciéndole sus trinos a la naturaleza.
Salió de madrugada entre la niebla y la brisa fría y subyugante con ese olor a café mañanero
que despierta los sentidos.
El ferry salía puntualmente. Hora inglesa. Cada treinta minutos. Tenía todavía un largo trecho
por delante antes de llegar a su destino.
Emilio llevaba como acompañantes entrañables: su machete expectante en su vaina de cuero
de vaca curtida que al compás de su pierna derecha se movía como guardaespaldas a la par, una
daga enquistada en su estuche de vena'o que llevaba ceñida a su cintura, ahí cerca de su mano.
Transitaba seguro en medio de la selva, sin el menor temor de lo que encontraría a su paso.
Se movía como los gatos, que dan pasos entre obstáculos sin desorientarse.
Emilio se desplazaba en la selva abriéndose paso con su machete. Como Pedro por su casa,
sin dejarse engañar por el camuflaje falaz de los animales selváticos.
En el camino se le encrespó una serpiente retándolo y él , como quien derriba un monte la
descabezó. Apartándola siguió campante su camino hacia la ciudad. Entonaba una saloma
como para acompañarse.
Finalmente salió a la carretera a esperar la chiva que lo llevaría a Panamá montado en un ferry.
Bajó la tamuga de ropa que llevaba detrás del espinazo y la puso al pie de él, a la orilla de la
carretera y se dispuso a esperar la chiva que a la media hora de estar esperándola, con el
sombrero montuno en la mano, apareció.
La chiva realera iba cargada en la capota con cajas, maletas, racimos de pipa verde, jaulas
de bambú con pájaros multicolores que contentos se desplazaban sobre tronquitos
artesanales que le permitían simular su habitad. Vio cajas de guineo de la United Fruit
Company agujereadas alojando gallinas que nerviosas cacareaban, exhibiendo el pico,
sacos de arroz y cuanto embalaje cargado con víveres que los pasajeros de la chiva realera
llevaban a la capital para agasajar a su hospederos.
Acomodó su tamuga arriba de la chiva y la abordó.


Continuará.................






No hay comentarios:

Publicar un comentario