viernes, 24 de julio de 2009

Ases del Negocio II parte

Por Lucía Kusial Singh

continuación...


Procedió a sentarse en el espacio que había entre un hombre de mediana edad
que calzaba sus pies con cutarras de cuero color caramelo y que sostenía entre
sus piernas abiertas un machete en su vaina. Al otro lado le quedaba una mucha-
cha joven, que llevaba en su regazo un pote de vidrio con una mezcla oscura
compacta que despedía un olor agradable, que le recordaba a su madre. Después
supo que era un dulce de marañón y que su acompañante de viaje era Chiricana.
Venía a Panamá a trabajar en una casa de familia acomodada, conocida de su
mamá.
Se sentó en los asientos de tablones de almendro que había a ambos
lados del interior de la chiva realera, que hacía que sus pasajeros se miraran cara
a cara todo el trayecto.
Llegaron a un puente de acero en donde, la chiva en que viajaban, automóviles
chevrolets, buses, camiones gringos cargados con soldados de ojos azules y quepis
de caqui, encomiendas, sueños de conquistas citadinas; hacían con disciplina y
paciencia una hilera como en fila india, para abordar en estricto orden el ferry.
Vio como corrían una plancha de hierro con unas cadenas de acero trenzadas, para
con unas palancas atracarlas al muelle.
Comenzó el cortejo de vehículos, como en los entierros, hacia la plancha ovalada de
hierro que los conduciría a la otra orilla, dirigida por uno de los trabajadores de
a bordo que llevaba un sombrero de paja cubriendo su cabeza del sol ardiente que
la travesía a la intemperie obligaba.
Los trabajadores de a bordo procedían a colocar los vehículos de forma ordenada
en tiempo record, para salir a una hora puntual, para estrictamente cumplir con los
horarios preestablecidos.
El silencio apacible fue interrumpido por el sonido potente y sostenido de unas
bocinas saludando al Presidente Roosevelt que hacia el trayecto contrario. Se
saludaban con bocinazos y pitazos como dos enamorados que se alegran de verse.
Era todo un espectáculo, como en esas películas que aún no habían visto.
El ferry le pareció a Emilio una de esas naves de corsarios que se adueñaban del mar.
El sol se asomaba lentamente de entre la montaña entibiando el amanecer.
La mañana despertaba.
En el mástil de la plancha de hierro se erguía ondulante y soberano el símbolo patrio
mayor de los Estados Unidos. Un letrero que rezaba "Presidente Amador" se distinguía
al pie del asta de la bandera como custodiando la caseta mayor del timonel, junto a dos
gigantes bocinas, que como elefantes en busca de su cría perdida, arrojaban un sonido
peculiar anunciando su atraque puntual.
El timonel era un hombre alto, fornido, de cabello ensortijado, piel azabache y brillante.
Conducía empotrado en lo alto de su caseta privada como si fuese un corsario avistando
un tesoro.
Los ocupantes de la realera, permanecían sentados dentro de la chiva quietecitos como
chiquillos regañados.
Julia, acompañante casual de viaje de Emilio, extasiada miraba en la mar como los peces
contentos jugueteaban con la espuma del océano que a su paso dejaba el ferry que rasgaba
el torrente de agua. Pescados que nadaban a la par del Presidente Amador.
Los colores de los peces se parecían a los colores de los pollerones que usaba su mamá
cuando cantaba tamborito . Era cantadora del pueblo.
La progenitora de Julia, con sus propias manos, hacía unos platos de barro que lijaba con
piedras. Cuando estaban secos, ella acompañaba a su madre a buscar leña de nance para
quemar la cazuela, hasta que se tornara color ladrillo rojo y así sacarla a vender al pueblo.
A Julia el paisaje la había puesto melancólica y nostálgica. Recordó cuando pequeña que
a la sombra de los árboles de mango, su padre le contaba historias de peces loro multicolo-
res que son hembras al nacer y que al crecer se vuelven machos.
Miraba el mar cristalino en donde como en un espejo se dibujaba la sombra ondulante de la
embarcación en que viajaba hacia su independencia.
Su padre la embobaba con cuentos de mantarrayas que al toparse con los buzos en las profun-
didades del mar, los saludaban como si fuesen viejos amigos.
La sacó de su maravillosa fantasía Emilio para que se apartara para pasar y salir de la chiva, ya
que había avistado desde ahí a un paisano de allá de su tierra.
Patrocinio que se desplazaba de un lado para otro, dentro de la embarcación, como si fuese
un juez de campo, causó admiración en Emilio viendo que los miembros de la tripulación del
ferry acataban sus órdenes sin rechistar.
Patrocinio y Emilio se enfrascaron en un saludo efusivo de esos de paisanos que se encuentran
en una ciudad desconocida y les nace el deseo de intercambiar similitudes.
Patrocino el aparente jefe de tripulación le "aclaró" a Emilio que los gringos eran muy podero-
sos, pero que no olvidara que él sabía por donde transitar en ese mar panameño, conocía
además el idioma de ambos (el de los pasajeros y el de los gringos). Que el podía comunicarse
con todos y los gringos no.
El viaje de siete horas que había compartido Julia con Emilio, por esas carreteras llenas de
curvas y caminos malos, y a causa de esos vaivenes la chiva daba saltos y en ésas, más de
dos veces los cuerpos de Julia y Emilio se rozaron creando miradas furtivas y abrazos acciden-
tados evitando caídas. Afloraron "algo" que no podían definir, aunado al olor seductor y dulzón
del dulce de marañón con coco que en el jarrón de vidrio llevaba apretado a su regazo Julia,
con el afán de que llegara sano y salvo.
Había nacido una atracción que ninguno de los dos podía desatender.
Antes de bajarse de la chiva para saludar a su amigo, Emilio le recomendó a Julia que se quedara
sentada ahí dentro, no fuera que algún gringo la mirara y ella se impactara al ver esos ojos color
cielo y porte autosuficiente nada parecido a Emilio.
Me recordó al macho de las libélulas que protege a su hembra de otro macho para que no la
aparee.
Crecía aún más la admiración de Emilio hacia su paisano Patrocinio. El paisano bilingüe
"olió el tocino" y como los sabuesos finos detectó el asombro de Emilio.
Y, así, de pronto le dijo a Emilio: Te vendo al Presidente Amador por dos mil quinientos dólares.
"Es un gran negocio, un poco sacrificado pero deja. Sólo tienes que administrar bien los cobros
del peaje".
A Emilio le pareció una gran oportunidad. ¿Y tú por qué vendes este ferry si es tan rentable?.
Dudaba Emilio. - Es que yo quiero retirarme y dedicarme a una finquita que tengo allá en el
interior. ¡Lo convenció!. - ¿Cómo te pago? (Emilio pensó en las prendas de oro que su mamá
tenía
guardadas en un cofre de bronce, herencia de su abuelo español). -Yo te acompaño hasta
tu
pueblo y ahí cerramos negocio. Yo sigo mi camino y tú tomas posesión del Presidente Amador.
Cuando Emilio se presentó a tomar posesión de su "¡magnífico negocio!", todos se burlaron.
Tú 'tas loco El Presidente Amador es de los gringos. ¡Te estafaron!.
Se le encogía el rostro mientras revivía el suceso que había enterrado hacía cuarenta años.
La foto lo afloró.

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